Una crisis emocional es un estado de intenso desequilibrio afectivo ante situaciones adversas o conflictos internos profundos. Desde una perspectiva católica y psicológica integrada, no se reduce a un mero desajuste químico o conductual, sino que implica a la persona entera (cuerpo y espíritu).
Se trata de momentos en que las emociones desbordan la capacidad habitual de afrontamiento, generando dolor interior, confusión y vulnerabilidad. Sin embargo, vistos con fe, pueden ser oportunidades de purificación y madurez.
La antropología tomista y la vida emocional.
Cualquier análisis católico de las emociones debe apoyarse en la antropología de Santo Tomás de Aquino, que describe al ser humano como una unidad de alma y cuerpo con diversas potencias o facultades. En la visión tomista, nuestras emociones o pasiones son movimientos del apetito sensitivo ante bienes o males percibidos por los sentidos. Santo Tomás distingue dos tipos de apetitos sensibles: el concupiscible (orientado a lo placentero y conveniente) y el irascible (orientado a bienes difíciles o a la adversidad). Las pasiones principales (amor, deseo, alegría, odio, aversión, tristeza, esperanza, desesperación, temor, audacia e ira) se derivan de estos apetitos. Importa recalcar que para Santo Tomás las pasiones no son malas en sí mismas; de hecho, en el orden moral son indiferentes, ni buenas ni malas intrínsecamente. Su valor moral depende de cómo se relacionan con la razón y la voluntad. Es decir, si la voluntad las ordena según la razón, las pasiones pueden colaborar con la virtud; si desbordan la guía racional, intelectual, conducen al vicio. En palabras de Santo Tomás, “los movimientos involuntarios de las pasiones no son ni moralmente buenos ni malos” hasta que la voluntad los consiente o los rechaza.
A diferencia de visiones dualistas o pesimistas, el tomismo propone una armonía entre razón, voluntad y afectos. Santo Tomás –y con él autores tomistas modernos– subraya que el ser humano tiene también un apetito racional, la voluntad, cuya función propia es amar el bien conocido por la inteligencia. Como explica Ignacio Andereggen, “la voluntad es una potencia afectiva”, es decir, existe una afectividad estrictamente espiritual en el acto voluntario de amor al bien. Nuestras pasiones sensibles están llamadas a participar de esa afectividad superior: “Se ordenan al afecto espiritual y reciben el influjo del afecto espiritual”. En el ser humano unificado, la dimensión espiritual (inteligencia y voluntad informadas por la gracia) debe iluminar y dirigir la dimensión sensible (emociones, apetitos corporales). Cuando esa jerarquía se mantiene, las emociones encuentran su cauce adecuado: por ejemplo, la ira puede ser justa si la razón la modera hacia la defensa del bien, o la tristeza puede expresarse sanamente sin caer en desesperación, gracias a la virtud de la esperanza.
Santo Tomás incluso ofrece consejos prácticos sobre el manejo de las emociones que anticipan técnicas psicológicas modernas. En la Suma Teológica identifica cinco “remedios” contra la tristeza: (1) buscar alguna delectación o cosa que dé sano gusto al alma, (2) llorar para desahogar el dolor, (3) compartir los sentimientos con un amigo compasivo, (4) contemplar la verdad (por ejemplo, elevar la mente a Dios o leer algo edificante) y (5) dar descanso y cuidado al cuerpo (dormir, tomar un baño). Estos consejos tomistas reconocen la unidad psicofísica de la persona: así como el agotamiento corporal requiere descanso, la “fatiga del alma” que es la tristeza se alivia con un reposo en algo placentero y con el apoyo humano y espiritual debido. Vemos aquí cómo la fe católica valora los medios naturales (lágrimas, amistad, descanso) junto con los sobrenaturales (contemplar la verdad eterna, perseverar en la oración) para superar una crisis emocional. La antropología tomista, por tanto, nos enseña que las emociones bien encauzadas forman parte de la vida virtuosa: no se reprimen sin más, ni se exaltan sin criterio (es decir no se trata de intentar anular mi estado emocional ni de victimizarme por el mismo), sino que las crisis emocionales se integran mediante las virtudes (especialmente la prudencia, fortaleza y templanza) para servir al bien de la persona.
La «noche oscura» de San Juan
En la tradición católica, no toda oscuridad interior o desolación afectiva indica una enfermedad psicológica; puede ser una etapa de crecimiento espiritual permitida por Dios. San Juan de la Cruz denominó “noche oscura del alma” a cierto proceso místico de purificación interior, doloroso pero orientado a la unión con Dios. Durante la noche oscura, el alma devota deja de encontrar gusto en las cosas de Dios y al mismo tiempo pierde el consuelo en lo creado: atraviesa una sequedad espiritual profunda, en la que Dios parece ausente. El santo doctor describe que Dios lleva al alma por esta noche para “enjugarle y purgarle el apetito sensitivo”, de modo que ya “en ninguna cosa le deja hallar sabor”. Es decir, Dios mismo provoca esta sequedad para desapegar al alma de satisfacciones inferiores y prepararla a un bien espiritual mayor. Sin embargo –advierte San Juan de la Cruz– no cualquier desgana o depresión equivale a la noche oscura; hay que discernir la causa.
La noche oscura se caracteriza por la purificación amorosa, mientras que la depresión puramente psicológica se caracteriza más por un vacío sin sentido ni esperanza. En la noche oscura Dios parece oculto, pero en realidad “ama activa y completamente al alma, llevándola a través de todo”, ensanchando su capacidad de amar. Aunque la experiencia es dolorosa –“podríamos sentirnos perdidos o vacilantes”– produce humildad y desapego del falso yo, convirtiendo al alma en “tierra fértil donde el amor de Dios puede crecer”. En cambio, la depresión clínica suele envolver a la persona en sentimientos de inutilidad o culpa desproporcionada, con pérdida de sentido y, a veces, ideas suicidas, requiriendo ayuda para volver a la buena senda. Por eso es vital el discernimiento: un director espiritual formado sabrá detectar si la desolación de una religiosa, por ejemplo, se corresponde con el clásico itinerario místico descrito por San Juan de la Cruz o si por el contrario debe proporcionarle ayuda humana y aconsejarle un trabajo en virtudes para superar ese desequilibrio emocional.
En ambos casos, se acompañará con caridad y prudencia, evitando simplificar el sufrimiento ajeno: ni todo se resuelve con “más oración” si hay un trastorno afectivo que sanar, ni tampoco se debe patologizar una prueba espiritual que en el plan de Dios busca acrisolar el alma en la fe.
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